21 octubre 2011

la cartera.

 [Basado en sueños reales.]

Sin música...el silencio delata a la soledad.

Hacía muchos años que había dejado aquella vieja afición. En realidad nunca me llegó a dar serios problemas, simplemente llegó un día en que…lo de dejé.
Me levanté pronto uno de esos viernes de parado, para dar un paseo por el viejo Madrid. Pasadas unas horas y cansado del frío, decidí coger un autobús para volver a casa.
La línea C, esa a la que llaman la línea de los viejos. En Madrid se le pone nombre a todo.  A la línea C se le llama la línea de los viejos porque da vueltas y vueltas por Madrid y en ella se suben personas mayores que no tienen otra cosa que hacer.
Lo llaman vacío.
Reconozco que intento hacer mi vida, intento no meterme con nadie, mirar lejos, ausente y olvidarme de la gente. A veces esto es muy difícil. Te buscan y yo, vuelvo a caer en los mismos vicios de antes..

Ya dentro del autobús, me senté en uno de los pocos sitios libres que quedaban. Saqué mi libro, Cortazar, creo recordar, y una vez mas me olvidé que vivo en tu mundo, el mundo de las normas, y me fui al mío.

Mientras mis ojos devoran paginas y paginas, empecé a sentir esa extraña sensación de que alguien te mira.
Paro de leer, pero sigo mirando el libro. Y pienso, pienso que alguien realmente me esta mirando y que cuando levante mi vista ahí estará, mirándome.
Lentamente, con mis ojos escondidos bajo mi vieja gorra negra levanto la mirada.
En efecto, ahí estaban, como dos jodidos buitres mirando a su presa. Me encuentro en un línea C con dos viejas, viejas de las de toda la vida, clavando sus ojos en mi rostro. Viejas con su baja estatura, sus abrigos de pieles, sus pelos a lo Luis XVI, viejas con sus pendientes de perlas y ojos pintados a carboncillo.
Viejas.
Señoras que me miran y suspiran a la vez que veo como sin hablar, sus ojos me dicen:
“bueno majo, ¿te levantas de una vez para que me pueda sentar?”
Y en ese mismo instante me doy cuenta de lo que tengo delante.
 Un jodido dilema.
 Dos viejas, un asiento y…yo, en medio. (Y todos sabemos como empezó lo de Puerto Hurraco).
 Maldita sea pienso. Tengo que decidir, pero tengo que hacerlo rápido.
Rápido me digo, rápido. Piensa! Decide, pero decide ya! Me repito.

Aprovecho para ganar algo de tiempo recogiendo mi libro, mientras las miro atentamente. Las miro de arriba abajo en busca de algo que me ayude a decidir. Busco que alguna de las dos este coja, lisiada, tullida, lo que sea. Algo que me haga decidir. En un autobús cojo gana a viejo, pero cojo pierde con ciego. Aunque embarazada puede ganar a cojo….joder eso no lo enseñan en los colegios!

Para que quería yo saber que el yeso es el elemento mas blando de la escala de minerales, o que el diamante es el mas duro. ¿Cuántos diamantes se van a cruzar en mi vida y cuantas viejas, cojos y ciegos?

Vuelvo a mirar a mis viejas. Las miro y el tiempo pasa en mi contra. Hago como que toso pero da igual, no paran de mirarme fijamente, con sus manos agarradas debajo de su pecho, con su bolso negro del año de la Tana.

Desde un principio reconozco que una de las dos me cae peor. Hace un gesto que detesto que hagan las señoras mayores. Aprieta sus labios hacia adentro, ese maldito gesto de circunstancias, camino del enfado. Ese gesto que tantas veces vi en el colegio segundos antes de ser expulsado de la clase.
No para de apretarlos.Joder señora! Déjeme decidir.
Ya está, me levanto y que se siente la otra señora y usted, vieja morritos, pues usted que se joda. Decidido.
Lentamente me incorporo para levantarme, mirando en todo momento a la elegida y diciéndole con mis ojos: “Siéntese señora, usted ha ganado”
Poco a poco me levanto, despacio y justo cuando empiezo a hacer el gesto con mi brazo de “siéntese señora elegida”….horror. No puede ser!
Nuestra vieja ganadora empieza a sonreír como diciendo “que se joda la otra vieja”
Mírala! No deja de sonreír!
Que coño es esto? Pero que es lo que estoy viendo?
Si vieja sonrisas lleva colgado de su cuello una virgen de la macarena!
No puedo dejar mi silla alguien que lleva una virgen de la Macarena. (No es nada personal, una vez entre a una chica, se llamaba macarena y…).
Actúo rápido. Rápido cambio mi mirada a la otra vieja, si, a vieja morritos. Tomo su brazo con mi mano y amablemente le digo que tome asiento.
“Tome asiento señora” le digo con la única intención de acabar con este maldito conflicto. Se puede sentir la tensión.
Morritos quita con su mano mi mano de su brazo, mira a la otra señora y le ofrece el asiento.
Tócate los cojones.
No doy crédito a lo que veo. Las dos lechuzas empiezan a ofrecerse la una a la otra el asiento en un jodido duelo de “siéntate tú que estas más vieja que yo”.
“No no, siéntese usted” se repiten la una a la otra. Pero a ninguna de las dos se le ocurre decirme a mí que me siente.
Ahí estamos, haciendo el viaje los tres de pie, como tres gilipollas. Mirando la silla vacía.
Coño que parecemos Pakistán, India y la China mirando Cachemira. Ni tú ni yo.
Saco mi libro, las olvido. Intento volver a huir del mundo, pero no puedo. En la línea C, no.
Un señor mayor entra en el autobús. Sin pelo, abrigo marrón, bufanda regalo de navidad de su hija de Mostoles y cinturón con la bandera de España. No le presto mucha atención.
Pero entra hablando solo y a voces. Descarto borracho. No huele a vino. O es demente, o es idiota. El tiempo lo va a decir.
Nos mira, a mis dos lechuzas y a mí. Y decide empezar a contarnos, sin que nadie le invite a ello, que tenemos el país lleno de rumanos y sinvergüenzas sudamericanos. Confirmado, no es un caso de idiotez, más bien un gilipollas de medio pelo. Gilipollas de los de toda la vida.
Noto como mis dos viejitas se sienten a gusto ante los comentarios del viejo. Asienten con la cabeza no se si por miedo o porque piensen igual.
Las dos cosas me asustan así que intento dejar de escuchar, centrarme en el libro, engañarme y pensar que ese tipo de gente no existe.
Pero ahí sigue, insultando a todo tipo de inmigrante. Se gusta.
Insiste: “no trabajan, vienen a robarnos, habría que echarlos a todos”.

Miro por la ventana del autobus. Madrid yace frío. Llueve. La gente va de un lado a otro. La gente es gente, de allí de aquí. La gente no es más que eso, gente. Y recuerdo el chico que pasó frío recogiendo la leña en mi casa mientras yo tomaba mi café caliente. El chico de Guatemala.
Y recuerdo a la chica de Rumania, que con 18 años dejó Rumania, se vino a Madrid, sin nada y ahora sirve comidas. Recuerdo bien como al principio no sabía hablar español, y se ponía colorada cuando nos recitaba el menú. Recuerdo bien como con el tiempo y en confianza me contó lo duro que fue irse tan joven, con su madre llorando, pidiéndola por favor que tuviera mucho cuidado.
A veces solo es cuestión de recordar un poco. Solo eso.
Pero el puto viejo sigue con sus insultos. Yo sigo recordando gente. He conocido tanta gente de tantos paises y tan buenos recueros me han dejado. Fueron mi vida. Son.
Buenos y malos los hay en todas partes. Todo lo demás es engañarte.

En ese momento, en esa línea C, yo se que voy a volver a uno de mis malos vicios del pasado. Por más que quiera evitarlo, va a pasar.

Ya tire los viejos guantes negros, pero este tipo no se calla.

Decido darle una oportunidad. Le miraré fijamente a los ojos, si decide callar su boca, cada uno seguirá su camino.
Despacio, pongo mis cascos, conecto la música, levanto mi cara. Le miro
Sigo mirándole. Se gira y me mira. Observo como sus labios no dejan de moverse. Me mira, mira mis pies, mis pantalones rotos, mi barba, mi pelo largo, mi gorra… mi parka.
Clava sus ojos en los míos, los míos en los suyos. Retiro mi mirada. Bajo mis ojos.

Pero le veo. Veo como sonríe, como siguen sus insultos y espero a que se gire.

Tenemos tiempo. Nuestro amigo el viejo fascista va a dar un par de vueltas en la C.
El viejo me da la espalda, yo quito mis cascos, me abro paso entre mis dos lechuzas y paso justo a su lado. Le rozo con mi brazo, el viejo se da bruscamente la vuelta. Rápidamente le pido disculpas:
“disculpe señor”
Poco importa lo que me vaya a decir. Ya se hizo.
Decide insultarme. Y terminar con un:
“Por lo menos serás español, no?”
Vuelvo a bajar la vista, es mi parada. Me bajo. Llueve.

Ya desde la calle me giro y miro hacia el autobús. Busco con mis ojos la mirada del viejo. Consigo verle entre medias de toda la gente. El me esta mirando, sigue con su cara de odio.

Bajo la lluvia de Madrid, con el agua cayendo sobre mi gorro, espero a que el autobús cierre las puertas para empezar a andar. En ese momento, mirando al viejo, con el viejo mirándome a mí, sonrío mientras mi mano sale del bolsillo de mi parka.
 El viejo deja de mirar mi sonrisa para mirar mi mano. Le cambia la cara.
 Si amigo, eso que ves en mi mano, es tu cartera.

El viejo grita. Demasiado tarde. Ya nadie le hace caso en el autobús. Yo empiezo a correr un poco. Correr cuando llueve es de lo menos sospechoso. Lo recuerdo de mi época de los guantes negros. Todo pasaba bajo la lluvia.


Doblo la esquina, subo por la calle y me encuentro un vagabundo mojándose y pasando frío. Saco el dinero de la cartera del viejo y se lo doy.  40 euros. 
Ahora el que sonríe no soy yo, no es el viejo, tampoco las señoras mayores. Ahora sonríe el vagabundo.
 Me marcho. No me siento orgulloso. Lo contrario. Seguramente soy yo el defecto, otro defecto más. 
Intento olvidar.




4 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buena el final, lo mejor!!!

Eva dijo...

Acabo de llegar aquí por casualidad (estaba buscando otra cosa por la red), y me he enganchado a tu relato, me gusta y mucho, que menos que decírtelo.